sábado, 24 de enero de 2015

A propósito de Betina Hoffman.

II

A propósito de Betina Hoffmann, ha corrido la voz por el barrio que en el verano del ochenta y ocho, en el caer de una tarde de bochorno, mientras en la radio sonaba Annabel lee, se incrustó en lo más hondo de su memoria una pintoresca trastienda con olor a pegamento y cola, donde las aspas de un ventilador hacían temblar los pliegos de papel de celofán que colgaban de la pared, un sonriente y bigotudo gigante cabezudo y la imagen de un joven con las mangas remangadas hasta los codos. Y se sabe también en el barrio que esos recuerdos clavados en su pensamiento hacen que Betina piense en aquel verano en particular, y en su juventud en general, como una etapa cruel de una vida para la que no se le había preparado convenientemente. Así se lo dijo a su médico particular.

Y es que de Betina se podría haber esperado una vida distinta, una vida tirando a perfecta, porque ella fue una niña que vivió rodeada de belleza, en una casa diletante, apartada de la corriente de mediocridad en la que se movía el mundo vulgar que la envolvia. Su padre, un adinerado ingeniero de minas de origen alemán, y su madre, profesora titular en la Escuela de Bellas Artes, en busca de su propia felicidad, consiguieron que la niña creciera aislada en su casa del barrio madrileño de la letras, una vieja mansión cuya reconstrucción consumió hasta el último céntimo del patrimonio que heredaron, acompañada de músicos, pintores, poetas y amigos que sabían bien del placer de escuchar, ver o simplemente atender en silencio, sentados en el patio de la entrada, junto a una fuente de la que manaba un chorrito de agua que se perdía entre los arriates del suelo empedrado, mientras la madre de Betina discurría en alto con algún invitado sobre la última obra de teatro en escena o el estreno de la película extranjera que tamaña convulsión había generado, ante una taza de un oloroso o un café amargo. Pero, sin embargo, en el centro de su memoria no se encuentra el rumor de la fuente, ni la sombreada calle Lope de Vega del barrio de las Letras, ni el joven pintor nórdico que garabateó su cuaderno de infancia mientras sus padres sonreían a su lado. En su memoria solo queda espacio para un verano, el del ochenta y ocho, una papelería del barrio en la que se moldeaban gigantes cabezudos, una mesa de madera con olor a pegamento y la respiración acelerada, el movimiento de unas manos desabotonando su blusa, unas manos largas e inexpertas que se movían bajo su ropa, la noche cerrada por detrás de la ventana, y una sensación de angustia, de horror al notar su peso encima, el sonido de la cremallera y el gigante cabezudo riéndosele a la cara.

Ahí fue cuando Betina advirtió la confusa frontera que separa lo bello de lo horroroso, la frágil línea que distingue el placer del dolor, la felicidad y la tristeza. Y no fue fácil asumir cómo el destino que se prepara de forma lenta y pausada puede cambiar en un solo instante, desmoronándose de forma precipitada todo aquello que había sido planificado casi con mimo desde el mismo día de su nacimiento, para convertirse en un cotidiano y cansino sufrimiento. O por lo menos así lo percibe ella.

Por esas razones, y quizá alguna más, que todo suma en la vida, se encuentra ahora subida en unas escaleras mecánicas que la acercan a la terminal T4 del aeropuerto, ajena a la llamativa publicidad que se muestra en los luminosos de las tiendas o los paneles electrónicos que discurren a lo largo de un pasillo que se pierde a lo lejos, ensimismada en sus circunstancias, sin percatarse del gentío que la esquiva como si fuera un obstáculo. Lleva en el bolsillo de su chaqueta un billete que va a llevarla a una esquina del mapa, un rincón en el que espera encontrar alguna respuesta, o cuando menos olvidar algunas preguntas.

1 comentario:

  1. Para la profesora Mar Gómez, para que vea que en mi moleskine hay sitio también para esto...

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